domingo, 17 de junio de 2012

El Duelo Mediterráneo




¿Recuerdan la imagen del Mar Mediterráneo que les mostramos hace un par de meses?[1]:





¿Recuerdan lo que dijimos sobre los ecosistemas mediterráneos y sobre la función de barrera que la Península desempeña entre el ecosistema del norte (el europeo) y el del sur (el norteafricano)? ¿Y cómo les dijimos que se fijaran también en Turquía? ¿Perciben el gran parecido estructural que poseen la Península Ibérica y la de Anatolia?

Es obvio que los dos espacios geográficos vienen desempeñando una función muy parecida, desde hace millones de años –mucho antes de que el hombre existiera-, pues articulan la conexión entre las áridas tierras del sur con las húmedas del norte. Las dos penínsulas actúan como sendas bisagras que conectan ambos mundos. Son pueblos estructuralmente fronterizos.

En el artículo citado también les insinué que, a lo largo de la historia, se suceden ciclos en los que los pueblos situados en los bordes de dos o más ecosistemas toman la iniciativa y crean civilizaciones que combinan elementos de todos ellos con otros en los que se hacen fuertes pueblos fuertemente adaptados a uno de ellos, se expanden por él y crean imperios que se detienen en el borde exterior del mismo. Es lo que sucedió en la Alta Edad Media, un período en el que los germanos -en Europa Occidental- y los árabes -al sur del Mediterráneo- crecieron hasta alcanzar los límites del mundo en el resultaban válidas sus soluciones culturales. La expansión militar musulmana se detuvo entonces precisamente en estas dos penínsulas y ahí se estabilizó durante la mayor parte de los siglos medievales.

Durante ese tiempo fueron surgiendo, lentamente, en el punto de fricción de las “placas tectónicas” los pueblos español y turco, llamados a liderar un nuevo ciclo mediterráneo, como el que el Imperio Romano protagonizó en la antigüedad.

El Imperio Romano apareció en el centro de gravedad del Mare Nostrum. Pero los imperios español y turco lo hicieron cada uno en un extremo de este mar. Los españoles partieron de su punta occidental -creciendo hacia el este- y los turcos desde la oriental -avanzando hacia el oeste. Los dos, por tanto, estaban destinados a chocar en el centro del Mediterráneo, algo que ya tenían meridianamente claro sus respectivos monarcas desde el siglo XIV, desde la aparición de los almogávares aragoneses en los escenarios militares de Asia Menor y de los Balcanes.

El choque entre ambos imperios se produce durante las primeras décadas del siglo XVI. Desde la toma de Constantinopla (1453) el poder otomano no había parado de crecer. Sus fuerzas terrestres habían ido penetrando por la Península de los Balcanes hasta sitiar la ciudad de Viena en 1529. En 1532 serán rechazados por las tropas enviadas por Carlos I al mando de su hermano español, el futuro Fernando I de Austria. Después la presión militar se desplazará hacia el Mediterráneo. Chipre caerá en sus manos en 1570. El asalto a Creta comenzó en 1645, aunque la dura resistencia de los cretenses y los venecianos se prolongará hasta 1669. En 1665 los otomanos llevarán a cabo el Sitio de Malta, con más de doscientas naves y unos 30.000 hombres. Aunque fracasaron ante las sólidas murallas construidas por los Caballeros de la Orden de Malta, la magnitud del ataque nos puede servir de termómetro para juzgar la fuerza que aún conservaban… ¡un siglo después de Lepanto! Lo relativamente tardío de la fecha –17 años después de la Paz de Westfalia y 6 años después de la Paz de los Pirineos, cuando la práctica totalidad de los historiadores coinciden en afirmar que ha comenzado ya el declive del Imperio Español- nos ilustra con claridad acerca de la persistencia de su amenaza.

Pocos recuerdan que Miguel de Cervantes fue esclavo de los turcos ¡en Argel! durante cinco años; que fue capturado cuando su nave, que venía cargada de soldados –no de mercaderes indefensos- fue asaltada cuando navegaba a la vista de... ¡la Costa Brava!, a la altura de Palamós en 1575 –cuatro años después de Lepanto-, y que fue rescatado -es decir comprado- en 1580 porque pagaron por él 500 escudos, lo que era una cantidad considerable para la época.

Recapitulemos un poco porque este hecho no es una anécdota aislada, perdida en medio de la Historia, sino que nos puede servir para calibrar la verdadera naturaleza del peligro turco en la España de la época y de camino la validez de la Historia que hemos estudiado.

En 1575 España estaba en la cumbre de su poder militar. Se supone que era la nación más poderosa del mundo, con diferencia. Los españoles dominaban el continente americano desde Florida hasta el Río de la Plata. El Atlántico era un mar español. Sus Tercios imponían el orden por medio continente europeo. Eran especialmente activos en Francia y en Holanda. Inglaterra todavía no había llegado al enfrentamiento abierto con España, aunque Isabel I estrechaba lazos con Francia y con los calvinistas holandeses en previsión de futuras guerras que ya se barruntaban en el horizonte. Sólo los turcos presentaban una potencia militar capaz de batirse, en igualdad de condiciones, con las fuerzas españolas.

Pero el mayor peligro que se cernía sobre las fronteras peninsulares –y también sobre la mayor parte de los dominios italianos de la corona española- procedía de Argel. Esta ciudad había sido tomada en 1516 por Aruch, el primero de los Barbarroja, que se autoproclamó Sultán de Argel. En 1518 cedió ese título –y con él el mando supremo de los territorios que dirigía- al sultán otomano Selim I, que le correspondió nombrándole beylerbey (jefe de gobernadores) de los dominios otomanos del Mediterráneo Occidental y le suministrará hombres -los famosos jenízaros-, armas y buques para hostigar sin piedad a los estados cristianos de esta zona. Desde ese momento -y hasta 1830- Argel será la gran capital del Occidente turco. La consolidación de las provincias que administraban los Barbarroja protegerá la retaguardia otomana, lo que aprovecharán para adueñarse de todas las costas del Mediterráneo Oriental. El citado Imperio llegó a alcanzar una extensión territorial que superaba a la del Imperio Bizantino en los tiempos de Justiniano (véase el mapa adjunto).





La muerte de Aruch, en combate contra los españoles -en 1518- permitirá a su hermano Jeireddín (1518-1546) reemplazarle al frente de los berberiscos argelinos. Con él irrumpe en la historia el peor enemigo al que los españoles tuvieron que hacer frente a lo largo de toda la Edad Moderna. Después será reemplazado por el tristemente célebre Dragut (1546-1565).

Los hitos más destacados de toda esta saga de individuos –sólo durante el reinado de Carlos I-, en tierras españolas (sus “hazañas” en Italia fueron mucho más sangrientas todavía), las podemos resumir brevemente así:



·         1513: Ataque a la ciudad de Valencia.
·         1514: Ataque a Ceuta.
·         1515-1516: Saqueos diversos en las islas Baleares.
·         1521: Nuevos saqueos en Baleares y ataques a buques que hacían la Ruta de Indias en la Bahía de Cádiz.
·         1530: Baleares de nuevo. Captura del castillo de la isla de Cabrera, que utilizarán durante algún tiempo como base de operaciones.
·         1531: Saqueos diversos por todo el litoral mediterráneo español.
·         4 de septiembre de 1535: Saqueo de Mahón. De los 1.500 habitantes con que contaba la localidad, 600 serían esclavizados –para venderlos con posterioridad en los diversos puertos del Mediterráneo-. Y el resto pasados a cuchillo. El día anterior un ejército que había intentado romper el cerco de la ciudad, enviado por el gobernador de Ciutadella, había sido completamente aniquilado ante las murallas mahonesas.
·         28 de septiembre de 1538: Batalla de Preveza. Jeireddín Barbarroja aniquila a una flota cristiana de 200 buques fletados por una coalición formada por las repúblicas italianas y el Imperio Español y mandada por el almirante Andrea Doria.
·         Septiembre de 1540: Carlos I envía una embajada a Barbarroja en la que le propone pasarse al bando cristiano a cambio de nombrarlo gobernador general de todos los territorios españoles en el norte de África. Como es lógico este rechazó la oferta.
·         1543: Los turcos entran en la guerra que franceses y españoles están librando en ese momento en Italia -del lado francés lógicamente-. Después de asolar todo el sur de Italia –que era español- se dirigen a Roma, que se salva del saqueo -in extremis- como consecuencia de una carta personal que recibe Jeireddín del rey francés. Después conquistan la ciudad de Niza (entonces perteneciente al ducado italiano de Saboya) y tras saquearla y reducir a 2.500 de sus habitantes a la esclavitud se la entregan a Francisco I.
·         1544-1545: Nuevos saqueos en las islas de Mallorca y Menorca.
·         1550: Saqueo de Cullera. La ciudad queda deshabitada.
·         1559: Dragut repele un ataque español a la ciudad de Argel.

Ya vimos como capturaron a Cervantes frente a Palamós en 1575, como se lanzarán contra Creta en 1645, contra Malta en 1665, etc., etc.

¿Y a que se dedicaban mientras tanto los reyes de España? Pues a combatir a los que ellos consideraban nuestros verdaderos enemigos, a saber: Francia (que no nos atacaba por los Pirineos, sino por Milán, Saboya y el Franco Condado, intentando romper así la camisa de fuerza que habíamos tejido alrededor suyo), Holanda, Inglaterra y los protestantes del norte de Alemania. La mayor parte de los tercios españoles, en vez de defender las fronteras de España contra el más poderoso imperio que había en el mundo en ese momento -además del nuestro- y que se estaba dedicando a asolar nuestros mares y nuestras costas, estaban entretenidos en buscar nuevos enemigos –como si no tuviéramos ya bastantes- para defender al Papado y al Imperio, es decir, a los dos poderes universales de la Edad Media o, lo que es lo mismo, intentando resucitar el viejo orden feudal que, a esas alturas de la Historia, representaban un atavismo histórico absolutamente anacrónico.

Es curioso que el país que estaba intentando imponer los valores del viejo orden feudal en Europa fuera uno periférico, tanto geográfica como sociológica y culturalmente hablando. Un país donde, en rigor, nunca habían conseguido abrirse paso los elementos fundamentales que definen ese modelo. El feudalismo, en la España de los Habsburgo, no era más que un proyecto en la cabeza de un puñado de aristócratas que iban, además, a contracorriente de todos los procesos históricos contemporáneos suyos.

La profunda ironía histórica que esta situación refleja fue perfectamente captada por Cervantes, que la proyecta de manera magistral en el Quijote. Un hidalgo castellano, de clase acomodada, que vivía en un pueblo perdido en medio de la estepa manchega –en la España más profunda-, absolutamente desconectado del mundo de su época; un intelectual que a lo largo de su vida sólo se había dedicado a leer libros de caballerías –género obsoleto que recreaba valores éticos propios de una sociedad que había dejado de existir varios siglos antes- enloquece, abandona su terruño y se propone imponer su particular visión de la justicia por el mundo, lo que lo convierte en un verdadero peligro andante que no deja de causar problemas de todo tipo por dondequiera que aparece. Como está al margen de la realidad, con frecuencia termina provocando justo el efecto contrario de lo que él pretende, algo de lo que no es consciente. Ya dijimos hace algunas semanas que Don Quijote es, en realidad, Felipe II. Es obvio que Cervantes no podía burlarse del rey de España, en la época de la Inquisición, sin poner en claro peligro su propia cabeza. Había que desfigurar la historia de tal manera que bajo ningún concepto pudiera percibirse la abierta crítica que lanzaba contra la España de su tiempo. Pero al marcar las distancias con las características concretas que identificaban al personaje la narración ganó en universalidad lo que perdió en agudeza crítica.

Esta novela fue escrita por un hombre que conocía bastante bien el mundo de su época. Un hombre viajado, que había recorrido la geografía española y también la italiana; que se había batido en Lepanto“la más alta ocasión que vieron los siglos” según sus propias palabras-, había sido soldado, esclavo en Argel, recaudador de impuestos, recluso nada menos que en la cárcel de Sevilla –la Universidad del Hampa española de su tiempo-. Un individuo que conocía el mundo a ras de tierra, que sabía perfectamente el terreno que pisaba, lo que había en su país y también al otro lado del mar, más allá de la frontera. La crítica que hace a su sociedad es la más lúcida de cuantas se alumbraron durante el Siglo de Oro español y el extraordinario éxito de ventas que representó, desde el primer momento, nos ilustra con claridad que acertó en la diana, que el mensaje fue perfectamente captado desde el primer día por sus contemporáneos.

Los ejércitos españoles, que se estaban batiendo en el corazón de Europa contra holandeses y franceses, recibían refuerzos y suministros desde la Península a través de la ruta marítima Barcelona-Génova, que se había convertido en un eje fundamental para las comunicaciones imperiales. La presencia de naves turcas moviéndose con absoluta impunidad por esa ruta, e incluso más al norte todavía, así como su diseminación por la zona, a lo largo de los siglos XVI y XVII –que se supone que representan la cumbre del poder militar español- constituye la más clamorosa demostración de la subordinación de los intereses nacionales a los dinásticos. Los proyectos “imperiales” de uno y los compromisos familiares del resto pesaron mucho más en la política española que el sufrimiento de centenares de miles de compatriotas.

La victoria de Lepanto demostró que cuando el Imperio movilizaba de verdad sus ingentes recursos militares podía derrotar, con relativa facilidad, a sus enemigos. Pero sólo tuvo a bien hacerlo una vez a lo largo de los trescientos años largos que duró el desafío otomano. Fue un hecho puntual en nuestra historia. El hostigamiento continuo de “baja intensidad” a que estuvieron sometidos españoles e italianos durante todo ese tiempo y que a la postre hundió el comercio mediterráneo en beneficio de las rutas marítimas del norte de Europa no despertó nunca la atención de unos reyes que estaban demasiado ocupados con la “gran política”, es decir con la política europea.

Y si a los reyes de España no llegó nunca a preocuparles en serio el peligro turco imagínese el lector lo que lo haría en las cortes francesa, holandesa o inglesa, para los que el enemigo a batir eran precisamente los Habsburgo españoles. Los franceses, que eran los únicos que tenían relaciones diplomáticas estables con el Sultán, habían establecido una alianza estratégica con él frente al que ambos veían como el enemigo común. En virtud de esta alianza las naves turcas encontraban refugio seguro en los puertos franceses del Mediterráneo -en especial en el de Toulon- y las que llevaban pabellón francés serían respetadas por los corsarios berberiscos y tendrían franco el acceso a los puertos otomanos.

Como los turcos eran bien vistos en Francia y Francia fue, a la postre, la que relevó, como gran potencia europea, al Imperio de los Habsburgo; como fue una dinastía francesa –la de los borbones- la que sustituyó en España a la anteriormente citada y con ella llegarían los ilustrados y los “modernos” a la francesa; todos empezaríamos a ver el mundo con las lentes galas y, como consecuencia, dejó de ser políticamente correcto recordar las matanzas perpetradas por todo el litoral español e italiano por los piratas y corsarios berberiscos y otomanos. 

Conforme avanzó el tiempo se convirtió en un lugar común considerar al Islam como una civilización en declive, en continuo retroceso desde hace un milenio y, por tanto, su hundimiento es percibido como algo inevitable e intrínsecamente vinculado a una arcaica visión del mundo, en las antípodas de la “modernidad”, es decir, de la europeidad.

Ciertamente los musulmanes no son europeos –entendiendo aquí el concepto Europa en su acepción cultural- y no pueden ser modernos “a la europea”. El mundo islámico, además, nos presenta una variedad de estadios evolutivos tan grande como pueda haber en cualquier otro contexto cultural, aunque sus vestimentas y sus modos de expresarse -es decir sus especificidades culturales- nos impidan percibirlo. Pero acerca del supuesto inevitable declive de la civilización islámica quizá no hubieran sido tan rotundos los vieneses en 1529, los malteses en 1665, los cretenses en 1669 o los españoles que entregaron Orán a las autoridades otomanas ¡en 1792! para poder así concentrar esos preciosos efectivos militares que estaban atrapados en el “Doble Presidio” –Orán y Mazalquivir- para poder así, como contrapartida, asegurar la integridad de sus dominios peninsulares frente a la futura invasión francesa que ya se presentía. Es decir, que a la altura de 1792 –hace poco más de dos siglos- los otomanos aún se estaban expandiendo militarmente. El hundimiento definitivo de su Imperio se produjo en la Primera Guerra Mundial (1914-1918) –hace un siglo- junto con el Austro-Húngaro y junto al universo zarista.

El Imperio Turco no fue percibido como una verdadera amenaza por la Tríada Noroccidental –Inglaterra, Francia y Holanda- porque entre aquél y estos se interpusieron los imperios que constituyeron el Cordón Sanitario Europeo. Cuanta potencia desplegaron cada uno de estos imperios en ese duelo secular es algo que pasó absolutamente desapercibido en el corazón del continente porque el efecto práctico de ese enfrentamiento fue que sus fuerzas se anularon mutuamente en él. Los que ganaron esta guerra fueron los que se abstuvieron de entrar en ella.

Pero basta echar una ojeada al mapa que pusimos más arriba para darse cuenta que hubiera bastado que si, en una hipotética negociación hispano-turca que se hubiera llevado a cabo antes de 1700, ambos imperios se hubieran reconocido mutuamente sus respectivas áreas de influencia, estableciéndose algún tipo de modus vivendi entre ellos, la historia de la humanidad desde entonces hubiera discurrido por unos derroteros muy diferentes a los que lo ha hecho; algunos países periféricos de hoy liderarían la estructura política mundial y algunos líderes actuales ocuparían una posición secundaria. 

Era mucho pedir que un Habsburgo español –o algún cortesano suyo- hiciera un ejercicio de pragmatismo semejante. Sin embargo negociaciones y acuerdos de ese tipo eran el pan nuestro de cada día entre los monarcas de la España medieval. ¿Qué sucedió en España entre ambas épocas para imposibilitar esa opción? ¿Qué le impidió a los carlos y a los felipes darse cuenta de lo que hubiera sido evidente para un Alfonso VI o un Fernando V?. Pues sencillamente que sentían que tenían “una-misión-universal-que-cumplir” y el bienestar material de su pueblo había quedado fuera de consideración. Paradójicamente su exceso de “compromiso cristiano” fue el que posibilitó la llegada al poder, en el continente europeo, de los laicos, los escépticos, los ilustrados y los materialistas, siguiendo la lógica de la vieja Ley del Péndulo, según la cual contra más excesos cometa un grupo mientras ejerce el poder mayores excesos cometerán sus enemigos después cuando se produzca el relevo. 

Mientras españoles, austriacos, rusos y turcos se peleaban entre ellos dejaban expedito el camino a la expansión ultramarina de la tríada citada, a la que poco después se les unirían las nuevas y flamantes “naciones” que acababan de surgir en Alemania y en Italia. El desgaste provocado por estas guerras permitió, durante el siglo XIX, alcanzar la independencia a las colonias españolas de América y a los países balcánicos. La Primera Guerra Mundial representará el último acto de este proceso en lo que a los turcos y los austriacos se refiere. Ciertamente a esas alturas de la historia era ya evidente que sus estructuras políticas no estaban preparadas para resistir un ataque en toda regla de las nuevas fuerzas imperiales. Se acababa de consumar el penúltimo relevo en el liderazgo político mundial. Algunos extrajeron de esos acontecimientos como conclusión la existencia de una especie de predestinación cuasi genética que empujaba a unas determinadas razas o culturas a imponerse sobre las otras, siguiendo una especie de plan divino. Paradójicamente los elegidos ahora eran los bárbaros de hace dos milenios, o sea que los planes de Dios parece que han cambiado desde entonces.

Pero el destino que siguieron españoles, turcos y austriacos, entre 1810 y 1918, lo sufrirían los ingleses, franceses y holandeses después de la Segunda Guerra Mundial, y los soviéticos en la década de los 90 del siglo XX. Aún no sabemos cuando les llegará el turno a los norteamericanos, pero a juzgar por la evolución de los acontecimientos políticos más recientes no debe andar muy lejos.



[1] http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/04/espana-puente-o-frontera.html

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