miércoles, 27 de junio de 2012

El Imperio Transversal

Hoy empezaremos mostrándoles una composición que he preparado con seis mapas de sendos imperios diferentes que se han ido sucediendo a lo largo del tiempo en el grupo de continentes que se conocen como “El Viejo Mundo”. Después veremos otro del Imperio español en el continente americano. Sólo les pido que observen el conjunto e intenten detectar que es lo que tienen en común los imperios de la composición y que, sin embargo, les diferencia del español:




Los mapas que vemos aquí son, respectivamente, los del imperio persa, el griego de Alejandro Magno, el romano, el bizantino en la época de Justiniano, el árabe en el siglo VIII y, finalmente, el Imperio ruso a finales del siglo XIX. Los cinco primeros son anteriores al Imperio español y el último es posterior a él.


Ahora observen el mapa del Imperio español, en América, en 1800:


¿Cuál es la diferencia? Pues obviamente que los del principio se han expandido en sentido este-oeste mientras que el español lo ha hecho en el norte-sur. Por eso lo llamo “El Imperio Transversal”, porque es la primera gran estructura política de toda la Historia de la Humanidad que se ha desarrollado siguiendo la línea de los meridianos, en vez de hacerlo por la de los paralelos, que era lo habitual hasta entonces.


Ahora seguramente estará pensando ¿Y qué más da crecer hacia el este que hacerlo hacia el sur? Un imperio es un imperio, crezca en la dirección que crezca ¿no?

Y la respuesta es que no es lo mismo: cuando una estructura política se expande hacia el este o hacia el oeste lo está haciendo por su misma franja climática. Los conquistadores se van encontrando paisajes parecidos a los de su país de origen en los territorios conquistados. Climas parecidos, producciones parecidas por tanto. Su modelo de sociedad es fácil de trasplantar dentro de esa franja. Este tipo de desarrollo potencia las soluciones culturales más adaptativas a ese medio por el que están avanzando y crean un mundo sólido pero relativamente estático, en el que pesan mucho los detalles concretos que solucionan problemas concretos pero genéricos dentro de su hábitat. Surgen marcadores de etnicidad asociados a la alimentación y a la vestimenta (los rituales del té, por ejemplo, o el tabú asociado al consumo de la carne de cerdo), que son igual de válidos en países que están situados a miles de kilómetros de distancia. Esos esquemas de desarrollo cultural es muy fácil que se fosilicen -gracias a su buena adaptación al medio- y que después pesen como una losa en procesos históricos ulteriores.


Cuando un imperio se extiende hacia el norte o hacia el sur está atravesando -en ese proceso- ecosistemas diferentes, paisajes diferentes, climas diferentes. Lugares donde prosperan faunas y floras distintas, que obligan a los hombres a alimentarse y a vestirse de distinta manera, forzando a los conquistadores a reprimir su impulso de imponer a los conquistados soluciones estándares, ya sean propias o ajenas, y a desarrollar una mayor receptividad hacia las soluciones culturales locales que son válidas solamente a ese nivel. Empujan a las estructuras imperiales a dar márgenes amplios de autonomía a los gobernantes que están sobre el terreno para adaptar las directrices genéricas a los casos concretos. Obligan a los hombres a distinguir lo esencial de lo circunstancial (por eso el idioma castellano distingue nítidamente el “ser” del “estar”, lo que no está tan claro en otras lenguas europeas), lo fundamental de lo accesorio.

¿Cuántas veces hemos oído a los “expertos” lamentarse de la fuerte tendencia de los españoles a la improvisación? Considerando, por tanto, esa cualidad como un defecto. Defecto que, sin embargo, valía su peso en oro entre los hombres de Cortés o de Pizarro. Esa capacidad arquetípica de los conquistadores españoles de captar en unos minutos la potencialidad de la nueva circunstancia que acababa de surgir y de improvisar una solución ad hoc. ¿Se imagina a un prusiano o a un árabe en una circunstancia semejante? 

Esa “espontaneidad” española en escenarios exóticos o adversos, esa capacidad de adaptación a los nuevos espacios geográficos, de mimetizarse con el territorio, de forjar coaliciones heterogéneas con indígenas que acababan de conocer y de mezclarse con ellos fue el secreto de su rápida expansión por los vastos espacios americanos, de la rápida consolidación de sus posiciones en él y de su permanencia en el tiempo.

Como fueron los primeros europeos que irrumpieron “masivamente” en América (otro día matizaremos el concepto de “masivo” aplicado a este caso concreto) y como cosecharon un éxito inmediato en su expansión militar, se indujo la impresión –entre los europeos- de que aquello fue un paseo y que cualquier otro pueblo de nuestra ecúmene que se hubiera adelantado a los españoles hubiera podido hacer más o menos lo mismo.

Estoy convencido de que si los españoles de los siglos XV y XVI hubieran entrado en alguna fase involutiva, que les hubiera impedido salir de la Península durante ese tiempo, estaríamos hoy en un universo alternativo, radicalmente diferente del que conocemos, en el que los europeos estarían casi tan encerrados en su mundo como lo estaban en la Edad Media y que en América, al igual que en Asia, habría poderosos imperios indígenas que habrían absorbido los avances tecnológicos y culturales que se daban en otros espacios geográficos, a lo largo de estos quinientos años, de manera paulatina, como una lluvia fina que va calando hasta empapar.

Ya expuse en otro artículo[1] como España construyó en Europa el esqueleto que sostuvo la modernidad. Y en América hizo otro tanto (como iremos viendo las próximas semanas). Pero hoy nos centraremos en la naturaleza radicalmente diferente de la estructura política que construyeron los españoles, que creó una dinámica histórica completamente nueva y diferente a las desarrolladas por cualquier otro imperio anterior.

Volviendo una vez más a los símiles biológicos, que venimos usando con asiduidad en nuestras exposiciones, resulta que un imperio “horizontal” (desarrollado en sentido este-oeste) es una forma de organización de las sociedades humanas que se acopla a un ecosistema natural y establece una relación con él que busca la estabilidad y la identificación entre sociedad y paisaje (las sociedades islámicas de la franja árida del Viejo Mundo quizá representen uno de los casos más paradigmáticos y fáciles de visualizar), que pretende algo parecido a lo que busca la adaptación biológica de un animal a su medio.

Un imperio “transversal” (desarrollado en sentido norte-sur), en cambio, es una forma de organización de las sociedades humanas que se abstrae del paisaje concreto y busca articular una relación dinámica entre el hombre y su medio que preserve los elementos esenciales de la ética que deben regir las relaciones entre los hombres, liberándolos de las formalidades que sólo sirven para adaptarse a una franja climática concreta y que constituyen una rémora fuera de ella. Aquí la adaptación que vale no es la biológica –que convertirían al hombre que se desplaza por esa franja en un blanco fácil fuera de su hábitat- sino la cultural. Es decir: la característica que, en el proceso de evolución biológica, distingue de manera más nítida a los humanos del resto de las especies vivas de nuestro planeta. El imperio “transversal” está más evolucionado desde el punto de vista estructural y es más “humano”, en el sentido de más identificado con las características que distinguen a los humanos del resto de las especies que pueblan nuestro planeta.

Y también es más dinámico que sus alternativas porque ese hombre que se está desplazando por las diversas latitudes de nuestro mundo está obligado a reformularse a cada paso su relación con el medio y a mezclar lo aprendido en los distintos hábitats que ha conocido a lo largo de su vida, acelerando así el proceso de evolución cultural.

¿Comprende ahora por qué a partir de 1492 ya nunca nada sería igual? ¿Por qué en ese momento se puso en marcha el mecanismo de relojería que nos ha traído hasta aquí? ¿Por qué durante los últimos quinientos años la aceleración de los procesos históricos no ha parado de incrementarse?

¿Y por qué tuvieron que ser precisamente los españoles los que protagonizaron ese proceso? ¿Fue algo casual o, por el contrario, hubo algo que nos predestinara especialmente para desempeñar esa función histórica? ¿Recuerdan algo que dijimos cuando hablamos de Colón?: El guión del descubrimiento y de la conquista americana ya había sido escrito mucho antes de que Colón naciera”[2].

Ese proceso es la consecuencia de la oleada de invasiones que sufrió España en la Edad Media en el período que llamé “La Era de las Invasiones Africanas” (1086-1344). La conquista americana es el contragolpe que los españoles fueron preparando durante la Baja Edad Media para devolvérselo a los agresores magrebíes que, finalmente, fue desviado hacia el oeste por obra y gracia de los vientos atlánticos.

Desde la coronación de Alfonso X el Sabio (1248) los castellanos se ponen en marcha para dar el salto hacia el Magreb y continuar allí la lucha contra los musulmanes. Es la política que en su día se conoció como “El fecho de Allende”. La historia, en cambio, se complicó por la pretensión de este monarca de ser coronado emperador en Alemania y por la simultánea aparición de los benimerines en los escenarios norteafricanos, que terminarían poniendo de nuevo a la defensiva a los castellanos. Por fin serían expulsados de la Península en 1344 –un siglo después-, aunque mantendrán una fuerza militar lo suficientemente potente como para repeler las agresiones ibéricas durante varias generaciones más, el tiempo suficiente como para que los castellanos y los portugueses empezaran a explorar los mares circundantes y fueran descubriendo, uno tras otro, todos los archipiélagos de la Macaronesia (Canarias, Salvajes, Madeira, Azores y Cabo Verde) e iniciaran su conquista (en el caso canario) o su colonización (en el resto, que estaban deshabitados). Conforme los ibéricos se van adentrando en el Atlántico y le van arrebatando sus secretos van, paulatinamente, descubriendo las extraordinarias posibilidades que ese medio les brindaba, que presentaba una relación coste/beneficio muy superior a la de los escenarios magrebíes.

El Descubrimiento de América permitirá a los españoles elegir el lugar más idóneo para forjar su imperio, y lo encontrarán en las tierras altas de Mesoamérica, en el Imperio de los aztecas: de meseta a meseta, por las tierras bajas del Valle del Guadalquivir, Golfo de Cádiz, archipiélagos de las Antillas y las costas del Golfo de México, atravesando “la Autopista de los Alisios”.

Cortés llamó a las tierras de México “Nueva España”, porque allí encontró, entre las exóticas culturas amerindias, un paisaje que le recordaba al de su tierra. Y desde ellas comenzó a construir esa estructura cuyo nombre define perfectamente el objetivo que perseguía. Algunos años más tarde un pariente suyo, Francisco Pizarro, repetirá el guión de la conquista de México en el imperio de los incas. Desde México y desde el Perú, es decir, desde las tierras de los aztecas y de los incas, los españoles se expanden por todas las direcciones en el Nuevo Mundo.

Recapitulemos: Los pueblos de la Meseta Central española llevaban siglos preparando el asalto a las áridas tierras de sus viejos adversarios islamistas. Eran dos ejércitos implacables, que se conocían bien y se tenían tomada la medida. De pronto se abre una puerta por el oeste, donde hay unas tierras mucho más fértiles que las norteafricanas, habitadas por gentes desconocidas. Los guerreros medievales ibéricos irrumpen en los escenarios americanos buscando un adversario de su talla. Buscan imperios -es decir, piezas de caza mayor- y los encuentran en México y en el Perú. La fachada de estos es impresionante, pero carecen de los anticuerpos necesarios para enfrentarse con éxito con los más depurados guerreros del Viejo Mundo. Sobre la asimetría de ese choque se ha escrito mucho desde hace quinientos años, exagerando la ventaja con la que se supone que partían los españoles. Sobre este asunto les invito a leer el libro de Matthew Restall: “Los siete mitos de la conquista española”, en el que desmonta uno a uno, con bastante sensatez, la mayor parte de los tópicos que circulan sobre la misma. Demuestra que ni el caballo, ni las armas de fuego, ni las hipotéticas leyendas sobre dioses de raza blanca fueron determinantes en el resultado final de la lucha. Sólo –paradójicamente- las armas blancas de acero (la espada, básicamente) tuvo algo que ver en él. Lo determinante fue la actitud mental de los conquistadores, la tremenda polarización psicológica (este último término no es de Restall) del guerrero ibérico, que en esa misma época también estaban sufriendo sus vecinos europeos.

En la conquista participará un número de españoles insignificante en comparación con las multitudes de guerreros indígenas que se implicaron en la lucha, tanto en un bando como en el contrario. En la Tercera carta de relación que Hernán Cortés remitió a Carlos I, decía que puso cerco a México con un ejército de 75.000 hombres, 900 de los cuales eran españoles. Es decir, que en el ejército “español” sólo eran españoles el 1,2% de sus efectivos. Está claro que aquello, más que una fuerza de conquista, era una coalición de fuerzas heterogéneas, rebeladas contra el poder azteca, que Cortés supo aglutinar y liderar.

Y algo parecido ocurrió en Perú: Pizarro tuvo la suerte de aparecer por allí en medio de una guerra civil, y decidió unirse al bando que iba perdiendo para liderar el contraataque (¿Recuerdan que llevo cinco meses diciendo que los españoles, en sus guerras medievales, siempre “jugaban” al contraataque?) y contar con masas de aliados indígenas, imprescindibles en un universo cultural tan extraño para él como era el Imperio de los incas.

La epopeya de la conquista ha acaparado buena parte de la atención de los historiadores de América, provocando acalorados debates al respecto, tanto a la hora de explicarla como de establecer valoraciones morales, una verdadera obsesión para un sector de la historiografía.

Sin embargo, han sido muchos menos los autores que se han preguntado ¿Por qué sobrevivió ese imperio? Tengan en cuenta que el número de blancos que vivían en todo el Virreinato de la Nueva España (desde Costa Rica hasta la actual frontera entre Estados Unidos y Canadá a la altura de Montana, incluyendo todos los estados norteamericanos actuales al oeste del Mississippi excepto Oregon, Washington e Idaho, más Florida y todas las Grandes Antillas, es decir, Cuba, Puerto Rico y la República Dominicana) en 1800, casi trescientos años después de la conquista, era de 1.000.000. Los españoles fueron, durante siglos, una exigua minoría en los vastos espacios geográficos americanos. Si hubiera habido entre los indígenas un rechazo generalizado a sus formas de organización, sus valores culturales o su manera de vivir hubiera sido muy fácil echarlos al mar, especialmente cuando comienzan a aparecer en las costas de ese continente naves hostiles con bandera británica, holandesa o francesa, interesados en debilitar el poder español y en sostener cualquier tipo de disidencia contra ellos. Es significativo que los procesos de independencia de las actuales repúblicas hispanoamericanas fueran liderados, en el siglo XIX, por los criollos, es decir por los blancos nacidos en América.

En el Imperio español, desde principios del siglo XVI hasta principios del XIX, hay tres lugares que constituyen el núcleo duro de su estructura, “los tres puntos de anclaje”: La Meseta Central española, las tierras altas de Mesoamérica y la zona peruana de la cordillera de los Andes. Es el Imperio de las Tierras Altas, que conecta unas mesetas con otras a través de los valles intermedios y de las llanuras costeras de enlace intercontinental. Las tierras altas son su reserva estratégica y las bajas el cemento que las vincula y las enlaza.

En realidad la transversalidad de la que hablábamos al principio ya se daba en la Península Ibérica, en estado embrionario, durante la Baja Edad Media. ¿Recuerdan nuestro artículo ‘El “subcontinente” ibérico’?[3] El imperio continental que los españoles construyeron en América no habría sido posible si estos no llevaran ya implícito, adosado a su programa de conquista, el bagaje acumulado de un milenio de lucha en el territorio que posee una mayor diversidad regional de toda la ecúmene europea. En la Península Ibérica, las diferentes regiones naturales que la forman se hallan escalonadas, como terrazas a diferentes altitudes, compartimentadas por la media docena larga de cordilleras que las separan entre sí y que delimitan pasillos aéreos que exponen a las distintas regiones a los vientos de origen cantábrico, atlántico, mediterráneo o sahariano, según la zona. Todo ello hace posible una gran variedad de paisajes que vemos concentrados en una superficie de seiscientos mil kilómetros cuadrados, donde encontramos ciudades como Ávila –uno de los concejos medievales más activos en los frentes de combate de los siglos XI al XIII- a más de 1.100 metros de altitud, Sevilla –la puerta de América durante 300 años- al nivel del mar que alcanza picos de temperatura en julio y agosto de 45º centígrados, o Cádiz que, en esos meses de estío alcanza fácilmente los 35º pero con niveles de humedad cercanos al 100%, perfecto entrenamiento, por tanto, para el salto hacia las Grandes Antillas, como lo es Ávila para adentrarse en las tierras altas de Mesoamérica o de los Andes o Sevilla para las regiones pre-desérticas del norte de México o del suroeste de los Estados Unidos.

Visto el proceso a posteriori podemos considerar la Edad Media española como el banco de pruebas donde se fueron ensayando todas las tácticas necesarias para la gran ofensiva continental que tuvo lugar en el Nuevo Mundo durante los trescientos años que siguieron al Descubrimiento y donde se fue templando el tipo humano que esa empresa necesitaba. El Imperio Transversal no fue una casualidad histórica sino la siguiente fase de un proceso que, a través de España, llevó hasta América el impulso de la gran civilización mediterránea que arrancó, muchos siglos antes, en el extremo oriental del Mare Nostrum.

[2] “La historia de Colón”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/04/la-historia-de-colon.html
[3] http://polobrazo.blogspot.com/2012/02/el-subcontinente-iberico.html

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