miércoles, 4 de julio de 2012

Los imperios mestizos

“La Nación tiene una composición pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas que son aquellos que descienden de poblaciones que habitaban en el territorio actual del país al iniciarse la colonización y que conservan sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas, o parte de ellas.”

El párrafo con el que abrimos nuestro artículo de hoy forma parte del artículo 2 de la actual constitución mexicana en la que, como vemos, reconoce la vinculación entre el actual estado y los pueblos indígenas prehispánicos, quinientos años después de su conquista por los ejércitos que comandaba Hernán Cortés.

A lo largo del siglo XX han ido desarrollándose, por toda Iberoamérica, una serie de corrientes políticas y de movimientos culturales conocidos genéricamente como “indigenistas”, empeñados en recuperar y poner en valor las diferentes tradiciones indígenas, convirtiéndolas en una prioridad política que se integre en el cuerpo normativo de los diferentes estados de esta región.

Estos elementos y otros muchos que también podríamos citar, dibujan un panorama en el que se hace evidente que los elementos indígenas poseen actualmente un extraordinario vigor entre los pueblos de Hispanoamérica que ha resistido todos los procesos de aculturación que se han ido poniendo en marcha a lo largo del último medio milenio. Y si esta es la situación actual es obvio que, a lo largo de los siglos precedentes, la presencia indígena, más o menos visible, nunca ha dejado de formar parte de la manera de ser de los pueblos de esta ecúmene.


Virreinato de Nueva España

La semana pasada les contamos como la presencia de los españoles en la conquista de México significó que 900 de ellos participaron en el cerco a la ciudad, formando parte de un ejército de 75.000 hombres. También explicamos como en el Virreinato de la Nueva España, con una superficie que no debía andar muy lejos de los 7 millones de kilómetros cuadrados, tan sólo vivían un millón de blancos a la altura de 1800. La mayor parte de la población de esa zona era india o mestiza y las cifras de los demás virreinatos españoles nos debían presentar también una proporción de habitantes blancos muy minoritaria, dentro del total de la población general. Esto significa que, por más que disimularan los europeos, en sus relaciones oficiales o en sus comunicaciones internas, la presencia indígena en la parte americana del Imperio Español, éste debe ser considerado, por lo menos, como un imperio mestizo.

Ya explicamos como el núcleo duro de ese imperio se situaba, en realidad, en los lugares que habían formado parte de las dos grandes formaciones políticas prehispánicas (azteca e inca) que los españoles encontraron a su llegada, y como éstos, desde 1492, se dedicaron a buscar adrede, por todo el continente, esas organizaciones imperiales. Su programa político, antes incluso de descubrir al Imperio Azteca, era buscar estructuras políticas y sociales consistentes, someterlas militarmente y expandirse después desde ellas. 

La colonización con agricultores blancos no era algo que quedara descartado a priori pero tampoco constituía, en absoluto, una prioridad. En la España medieval había una gran tradición colonizadora, pero eso no era lo que los conquistadores buscaban en América, porque en España seguía habiendo extensas regiones necesitadas de brazos que las labraran y siguió habiéndolas, por lo menos, hasta finales del siglo XVIII. Ni las autoridades españolas estaban interesadas en potenciar ese tipo de emigración hacia el Nuevo Mundo, ni los campesinos se lo podían –normalmente- permitir porque tenían que pagarse ellos mismos el pasaje que, como pueden imaginar, solía quedar fuera de su alcance. Con lo que el viaje les costaba se podían comprar tierras en España que les permitieran ganarse sobradamente la vida.

El grupo más nutrido de los españoles que fueron emigrando hacia el Nuevo Mundo a lo largo de los trescientos años que duró el Imperio era el de los hidalgos que, por lo menos durante las primeras generaciones, llegaban a América con una mentalidad  semi-feudal y buscaban constituir allí verdaderos señoríos, pretendiendo alcanzar así un estatus social que les estaba vedado en España.

Por tanto los indígenas eran, para ellos, una parte esencial de su proyecto de sociedad. No estaban interesados en su desaparición, no pretendían desplazarlos del territorio conquistado -como harían después otros pueblos europeos- porque los necesitaban para que trabajaran la tierra y sostuvieran todo el sector primario de la economía de la sociedad americana.

Sobre este asunto podemos hacer todas las valoraciones morales que nos apetezcan pero, lo que está claro, es que los conquistadores españoles no pretendían, en esencia, algo diferente a lo que, antes de ellos, habían pretendido los aztecas y los incas, sociedades que estaban fuertemente jerarquizadas y cuya estructura social descansaba sobre la base del trabajo de los campesinos. Desde el punto de vista del agricultor de Mesoamérica o de los países andinos la conquista sólo significaba un cambio de señores, pero los nuevos buscaban básicamente lo mismo que los antiguos y en este sentido no había una razón especial para rebelarse contra los españoles.

Entre los antiguos señores que habían dejado de serlo, en cambio, sí que había motivos para la rebeldía, ya que su mundo se había derrumbado para siempre. Estos, además, eran verdaderos guerreros -a diferencia de sus antiguos súbditos- y podrían haber dirigido a su pueblo en una guerra de desgaste en la que no hubiera sido demasiado complicado expulsar a los invasores, ya que eran pocos, fácilmente reconocibles y no conocían el país. Pero los españoles eran muy difíciles de batir, no sólo en el campo de batalla sino también fuera de él. Tanto en México como en el Perú supieron tejer, con gran rapidez, una hábil política de alianzas que resultó determinante en la consolidación de las conquistas.

En Mesoamérica los aztecas eran odiados y temidos por una gran cantidad de pueblos. Los españoles los reemplazarían en buena parte de los puestos que ellos no podían ocupar directamente -dado su reducido número- por sus grandes aliados los tlaxcaltecas, que vieron sobradamente recompensada su lealtad con exenciones de impuestos y con un trato preferente en la nueva jerarquía de poder que sustituyó a la de los aztecas.

A la llegada de los españoles, se unieron a ellos para poder derrotar al imperio Azteca, el cual mantenía en sitio constantemente a la altépetl de Tlaxcallan.

Su alianza con los españoles para la toma de Tenochtitlan convirtió a los tlaxcaltecas en los principales aliados de los conquistadores, acompañándolos en la mayoría de campañas militares que llevaron a cabo para conquistar a distintos pueblos, por muy diversas regiones de Mesoamérica y Aridoamérica, gracias a lo cual siempre tuvieron buenas relaciones con la corona española.

Por su buena relación con los colonos españoles, los tlaxcaltecas disfrutaron de privilegios y participaron ampliamente en el establecimiento de varias comunidades en el noreste de la Nueva España. […] existe aún la Identidad de los Nahuas de Tlaxcala, aquellos hombres que resistieron el embiste Azteca, y fueron fieles compañeros de armas de las tropas de Hernán Cortés, participando en la creación del futuro México con la fusión entre indígenas y españoles.”[1]




Virreinato del Perú

En el Perú fue directamente una facción de los propios incas la que facilitó la conquista y consolidación del poder español en el antiguo imperio del Tahuantinsuyo. El propio Pizarro y varios de los capitanes se casarían con princesas incas de la más alta estirpe, fundando familias mestizas que formarán parte del núcleo dirigente de la nueva aristocracia peruana desde su origen. Uno de sus miembros, el Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616), biznieto del Inca Túpac Yupanqui por vía materna se convertirá en un referente literario del Renacimiento español, transformándose probablemente en el ejemplo más conocido y temprano del mestizaje, tanto racial como cultural, que tendrá lugar a escala continental durante los siguientes siglos.

En un mundo donde los españoles blancos constituyen una exigua minoría, los mestizos desempeñan un papel fundamental y decisivo en la formación social que va naciendo y terminan formando un colchón amortiguador que rodea y protege a aquellos, ayudando a crear la estructura de poder que sostendrá al Imperio. El término “mestizo” con frecuencia termina perdiendo su significado biológico originario para terminar dando nombre a una categoría social. Con frecuencia se usa como sinónimo de “clase media”, sustituyendo el viejo significado por el nuevo, de tal manera que puede terminar recibiendo esa denominación una persona que desde el punto de vista racial es indígena pero que vive como español.

El concepto de mestizaje en Hispanoamérica ha calado tan hondo que el día 12 de octubre, en el que se conmemora el Descubrimiento de América, es una fiesta continental, que recibe el nombre de “Día de la Raza”. Si el lector no es hispanoamericano seguramente se preguntará: ¿De qué raza? Porque está claro que esta región en una de las que presentan mayor variedad de tipos humanos y de gradaciones raciales del mundo, donde blancos, indios y negros, con todos los grados intermedios imaginables, conviven en el inmenso espacio geográfico que se extiende desde el Río Grande del Norte hasta la Tierra del Fuego.

Es obvio que la raza a que nos referimos es la mestiza, aunque no sea la de todos si nos ceñimos a las categorías biológicas. El mestizaje al que hace referencia implícita esa denominación es cultural. Aunque no todos lo sean, sí se sienten mestizos porque esta cultura ha sabido integrar dentro de sí las diferentes tradiciones que se encontraron en este vasto territorio para forjar entre todas un mundo nuevo y, como vemos, hay mucha gente que considera que ese encuentro merece ser celebrado y así nos lo recuerdan cada año por las calles y plazas de toda América.

Pero más allá del mestizaje biológico o cultural que los pueblos de Hispanoamérica han podido protagonizar a lo largo de estos últimos quinientos años, hay una faceta que hasta ahora ha pasado desapercibida para la mayor parte de los observadores. El Imperio Español fue un imperio mestizo no sólo porque los blancos se mezclaran con los indios, ni porque hubiera indios que colaboraran con los blancos. También lo es porque su estructura, en realidad, es la de los imperios indígenas subyacentes que recibió un injerto español.

Los españoles no crearon un imperio sino que conquistaron dos y los transformaron. El tronco de esos dos imperios sigue estando ahí, escondido bajo el ramaje del injerto español y son dos, no uno, aunque las ramas de ambos hayan crecido tanto que se hayan entrelazado y desde las alturas no haya manera de distinguir las que proceden de un tronco de las que lo hacen del otro.

Después de conquistar los dos imperios se crearon los dos virreinatos originarios que llegaron, en solitario, hasta el siglo XVIII: El Virreinato de Nueva España, al norte -continuación del Imperio Azteca- y el del Perú, al sur –continuación del Imperio Inca-.

Desde México, aprovechando la vieja estructura del Imperio Azteca que seguía descansando sobre la base del campesinado indígena de Mesoamérica, con el apoyo de sus aliados tlaxcaltecas, los españoles llevaron a cabo un sistemático proyecto de expansión militar que terminará llevándolos hasta el Istmo de Panamá por el sur, la actual frontera norteamericano-canadiense por el norte, el río Mississippi por el noreste y las Islas Filipinas por el oeste, incorporando dentro de esa estructura las Grandes Antillas –Cuba, Española y Puerto Rico- y la Península de Florida. El hecho de que el virrey de México fuera designado por el rey de España y, en consecuencia, estuviera subordinado a él nos puede hacer pensar que, en el fondo, no era más que un funcionario. Pero era un funcionario que tenía más poder que la mayor parte de los reyes de la Europa de su época, claro que por un tiempo limitado, como los actuales presidentes de las modernas repúblicas americanas. El rey de España, tanto en Nueva España como en el Perú, procuraba que las personas que desempeñaran esos cargos rotaran bastante y vieran limitado su poder, que estaba muy vigilado por otros funcionarios que eran enviados para controlarlo. Está claro que el rey era plenamente consciente del inmenso poder que el virrey tenía y que podía llevarlo, si no se le vigilaba estrechamente, a crear un verdadero imperio más poderoso que ninguno de los europeos. 

El Virreinato del Perú incluía dentro de sus fronteras a las actuales repúblicas de Panamá, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Chile, Argentina, Paraguay y Uruguay. Limitando al norte con el Virreinato de Nueva España, al sur con el Océano Glacial Antártico, al este con el Imperio Portugués del Brasil y el Océano Atlántico y al oeste con el Océano Pacífico.

Los dos virreinatos son, en realidad, la siguiente fase histórica de los imperios indígenas subyacentes y su lógica interna de desarrollo no es europea sino híbrida. Creo que el concepto de “injerto” es la expresión que mejor define su función.

Los españoles, dentro de de esa estructura, actúan como bisagra que articula su relación con el resto del mundo. Esa manera de funcionar hace de este mundo algo único e irrepetible, que conecta espacios y tiempos lejanos y hace fluir la energía de un extremo a otro del Hemisferio y desde las civilizaciones prehispánicas hasta los actuales movimientos indigenistas. Es el espíritu de la transversalidad del que les hablé el otro día. Es el dinamismo que esta estructura imprimió al resto del mundo desde que se constituyó, hace quinientos años, y que nos embarcó a todos en un proceso histórico irreversible, que hoy llamamos “globalización” pero mañana llamaremos –seguro- de otra manera.


[1] http://es.wikipedia.org/wiki/Tlaxcalteca

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