lunes, 22 de octubre de 2012

La religión de los españoles


En el siglo XVII afloran una serie de elementos culturales autóctonos que ya formaban parte de nuestra vieja identidad bajomedieval pero que son reelaborados y adaptados a la realidad de este nuevo tiempo. En los momentos de crisis la primera reacción de los hombres -la más instintiva- consiste en replegarse sobre sí y buscar en su memoria viejos registros que puedan ayudarle a afrontar las nuevas circunstancias. Todos echamos mano de nuestra experiencia acumulada y sólo cuando hemos comprobado que no nos sirve es cuando ensayamos nuevas soluciones alternativas.

España salió del largo milenio medieval convertida en la campeona de la “catolicidad”. Hasta ese punto le habían conducido sus viejas inercias históricas. Fue esa defensa cerrada y militante de lo católico la que condujo a sus tercios a los campos de batalla de media Europa y la que le puso al frente de todas las “cruzadas” contra los protestantes. A los españolitos de a pie, que habían forjado su identidad étnica combatiendo a los islamistas durante siglos sólo hubo que fijarle en su mente la idea de que la lucha contra los protestantes era la cruzada de este nuevo tiempo para que desplegaran frente a ellos todas las tácticas de guerra que habían ido interiorizando a lo largo de generaciones.

Sin embargo, los acontecimientos que habían tenido lugar desde la coronación de Carlos I empiezan a hacerles intuir que la asociación mental entre protestantismo e Islam no era tan simple como se presentaba, que el asunto tenía mucha más complejidad de lo que aparentaba.

De manera paulatina la confusión se fue instalando en sus mentes y con ella la necesidad de pararse a pensar, de encontrar categorías mentales que les ayudaran a entender...

Y en ese proceso de ensimismamiento, de introspección, pronto redescubren dos arquetipos, que ya formaban parte de su universo mental y cultural, sobre los que proyectar sus propias desventuras cotidianas: El crucificado y su madre, que lo contempla, desconsolada, al pie de la cruz. El cristianismo adquiere entonces un nuevo sentido. Ya no es el viejo marcador de etnicidad que sirvió de pretexto para sostener una guerra de mil años en defensa de su propia identidad como pueblo. Ahora su religiosidad se vuelve más cotidiana. El sufrimiento humano adquiere un valor nuevo e insospechado. A su través se conecta con la divinidad, con lo trascendente. El dolor hace descubrir a los hombres la auténtica realidad. No ésta, vana, que se percibe a través de los sentidos, sino otra inmensa y eterna que se oculta en los pliegues más profundos del alma humana. Una realidad invisible que se intuye lejos del artificio mundano, del ruido ensordecedor que generan los hombres cuando intentan impresionar a sus semejantes.

Este nuevo cristianismo no tiene mucho que ver con la Biblia, ni siquiera con el Nuevo Testamento. Es una religión que se despliega a partir de los valores implícitos que se derivan de la Pasión de Cristo, del camino que le condujo hasta la Cruz. Todo lo demás se vuelve accesorio, vano, inconsistente. Lo único seguro es la muerte, el dolor, el sufrimiento... y las solidaridades humanas que surgen para hacerles frente, para plantarles cara.

Estamos ante la expresión moral de un pueblo resistente, que ha desarrollado un nuevo estoicismo –no olvidemos que estamos en la patria de Séneca- y lo transmite de manera plástica, muy visible. Este proceso alcanza su cénit en la apoteosis del Barroco y convierte las calles en sus escuelas. En ellas despliega toda la potencia de su imaginería. En ellas descubren los niños el rostro del crucificado y el momento cumbre de la Pasión: el instante de la Expiración. En ellas aprenden que a todos nos llegará la muerte alguna vez y que ese será el momento supremo de nuestra vida, que hemos de vivir pensando en él. En esas calles, en las noches de primavera, a la luz de las velas, descubren las jóvenes generaciones que todos estamos inermes ante la muerte, que no hay diferencias entre los hombres que puedan sobrevivir a ese momento crucial de nuestra existencia, que es ese instante de nuestra vida el que nos pone en conexión con el resto del Universo, con todas las almas que alguna vez existieron o existirán. Sólo el que ha visto a una multitud contemplando muda y extasiada a un ser moribundo y se ha fundido con él, transmutándose y elevándose espiritualmente por encima de las miserias de su propia existencia, puede entender la fuerza que esta manera de interpretar el mensaje cristiano irradia a su alrededor.

Este pueblo ha encontrado la forma de hacerse fuerte a través de su propia debilidad. Ha descubierto que lo que hace grande al ser humano es, precisamente, el trance de la muerte, porque cuando éste es plenamente consciente de lo fugaz que es su vida sus actos adquieren un valor infinito. Cuando un hombre decide compartir su destino con otros está entregándoles, al hacerlo, lo único que realmente tiene: Su propia vida. Y este compromiso vital con su comunidad, con su gente, le devuelve toda la fuerza perdida en los innumerables lances que va sufriendo a lo largo de su existencia.

Estas expresiones de religiosidad popular, como comprenderá el lector, están en las antípodas del Antiguo Testamento, de la Ley del Talión. Tienen un hondo sentido cristiano pero, también, pagano. Diríamos que son orgullosamente paganas. Lo esencial del mensaje se transmite de forma no verbal. Las imágenes son fundamentales en esa transmisión y cobran vida en medio de la multitud que proyecta sobre ellas su propia humanidad. Son escenas vividas. Los sobrecogedores silencios multitudinarios en los que puede escucharse una mosca volar en una plaza donde se han concentrado cinco mil personas. El llanto de la anciana que contempla al crucificado, perdida en medio de la multitud, reconociendo en él al hijo que perdió años atrás. La mirada solidaria del jornalero o del minero que se rearma, cada año, en ese éxtasis colectivo, para poder seguir enfrentando, con dignidad, su dramática existencia. La oración cantada que rasga la noche, como una saeta atravesando el silencio, desnuda de acompañamiento, sostenida por una única garganta que dirige, en medio de la multitud, un mensaje a través del tiempo y del espacio hasta ese punto donde se encuentran todas las almas. ¿Quién no ha perdido a algún ser querido? ¿Quién no ha vivido alguna vez su propio calvario personal? ¿Habrá alguien que no se identifique con una madre que llora desconsolada ante el cadáver de su hijo? ¿Habrá alguien que se quede indiferente en ese magma social que entra en ebullición cada primavera, para cristalizar de nuevo después, reintegrando así a los nuevos marginados en el seno de la comunidad?

La evolución espiritual de los hombres de la frontera se orienta por caminos diferentes y divergentes de los que están teniendo lugar, en ese mismo momento, en el resto de Europa. Mientras los hombres del norte evolucionan hacia el monoteísmo judaico, repliegan las manifestaciones de su religiosidad al ámbito de lo privado, conectan con Dios en soledad, reivindicando la supremacía espiritual de lo subjetivo y redescubren su fe leyendo los viejos libros sagrados –la mayor parte de ellos heredados directamente del tiempo de las tribus-, los del sur, en cambio, se alejan del Dios Padre omnipotente para encontrarse con las flaquezas humanas del crucificado. Sacan su fe a la calle y la comparten con sus vecinos, reivindican una ética comunitaria y la supremacía de los valores compartidos, se alejan de los textos y de las abstracciones para proyectarse en las imágenes de la Pasión, que todos hacen suya convirtiéndola en el punto de encuentro con todas las almas que alguna vez existieron, con las que compartimos el dolor de la propia existencia y la muerte que, finalmente, nos conduce hasta el crucificado.

Ese redescubrimiento de la condición humana de Cristo debilita la concepción monoteísta del cristianismo. Si Cristo es Dios, tal vez nos pueda redimir a todos, pero su dolor, obviamente, no vale tanto como si no lo es. Nuestra identificación con él no puede ser tan plena. Digamos que su condición divina es un as escondido bajo la manga que convierte la Pasión en una especie de representación teatral. No, el dolor de María tiene que ser auténtico, necesitamos que lo sea. La muerte de Cristo tiene que ser real, como lo es la de la madre, la del hijo, la del hermano que perdimos...

Este asunto no tiene por qué plantearse en forma verbal, explícita. La expiración de Cristo, clavado en la cruz, no necesita traductores que nos aclaren lo que significa. Los escultores tienen una capacidad de convicción muy superior a la de los teólogos. Así pues este país, que arrastra una dualidad social varias veces secular, construye también una religión dual, que tiene unos valores formales explícitos que entran en abierta contradicción con sus valores implícitos. El pueblo “en su ignorancia” deja las teorías a los expertos y se queda con lo que ve. Si reflexionamos un poco sobre esto y lo conectamos con lo que dijimos acerca de la tradición arriana y santiaguista previa encontraremos un hilo conductor que establece una conexión, todo lo remota que se quiera, entre la conversión de Recaredo y la apoteosis del Barroco –mil cien años después-.

Lo que pasa es que lo que el pueblo ve es mucho más convincente, inteligible, real y poderoso que los enrevesados discursos teológicos de la España de Trento. Sin embargo, todos aprenden a coexistir. Cada uno se hace fuerte en su propio ámbito de actuación y deja al otro el suyo. Las teorías quedan para los ilustrados y las realidades para los demás. Así el divorcio mental entre intelectuales y aristócratas, por un lado, y el pueblo, por el otro se va agrandando y se convierte en un verdadero abismo. Los teólogos, mientras tanto, pierden influencia social pero ganan autonomía. Mientras la humanidad de Cristo se reafirma en las calles, en las iglesias contraatacan profundizando aún más en el “Misterio de la Santísima Trinidad” y se inventan la “Inmaculada Concepción de María”. Intentan así abrir una nueva cruzada, cada vez más vana, contra estos obstinados “bárbaros sencillos” que han aprendido a resistir todas las “brillantes ideas” de la gente culta.

Cuando llegaron los Habsburgo teníamos un país dual, fronterizo, con una dinámica histórica que evolucionaba en sentido diferente y autónomo con respecto al resto de Europa. Cuando esta dinastía se extinguió, teníamos un país mucho más dual todavía, igual de fronterizo, aunque jugando a ignorar que lo era y llevábamos una dinámica histórica no ya autónoma sino, en buena medida, antagónica a la del continente. Este es el balance de la europeización de los austrias.

Sin embargo el país, pese a todos los golpes recibidos y todos los cuentos sobre la decadencia que sufría, estaba bastante entero. Ensimismado y relativamente ausente de los foros europeos, pero entero. Sus incruentas divisiones internas habían sido interiorizadas por todos sus actores hasta tal punto que no era concebible una resolución de sus aparentes conflictos porque, en el fondo, habían penetrado en el subconsciente de todos y cada uno de sus habitantes. El severo y circunspecto aristócrata que hacía comentarios despectivos acerca de las vulgaridades del pueblo también vibraba de emoción interiormente cuando veía al crucificado pasar por delante de su balcón cada primavera y tenía que estar muy enfermo para no acudir a esa cita obligada. Y el rudo campesino que no entendía nada de cuanto el cura decía en la misa del domingo –porque lo decía en latín- no dejaba de acudir a la iglesia donde residía ese crucificado al que veneraba. Todos eran una cosa y la contraria a la vez. Aunque cada uno desempeñara su propio papel en aquél drama, guardaba en su subconsciente todos los posibles roles alternativos que había visto desplegarse ante él. La Pasión de Cristo era el referente que permitía sobrellevar una vida de privaciones, que convertía la pobreza en una virtud.

Una sociedad dividida en dos mitades, que ha convertido su rivalidad en un ritual, es una sociedad congelada. Sus conflictos internos se escenifican en público y se repiten cada año con ligeras variantes. Hay pueblos donde se revive, en las fiestas anuales, la larga lucha contra el Islam, y durante una semana medio pueblo finge ser musulmán y finge estar en guerra con el otro medio. Cuando las fiestas acaban todos vuelven a la cotidianidad. Hay multitud de enfrentamientos simbólicos que sirven, en cierto modo, de válvulas de escape para sobrellevar la dura realidad. Lo más extendido es el sistema de dos mitades ritual: moros frente a cristianos, La Virgen de arriba frente a la Virgen de abajo, La Inmaculada frente a Santiago... Mientras el pueblo prepara la representación del siguiente año contempla todo lo que sucede fuera de su pequeño mundo desde la distancia. Pero los conflictos siguen latentes. Como las esporas de un hongo prehistórico que quedaron atrapadas bajo una espesa capa de hielo volverán a la vida cuando éste se derrita. Las dos mitades simbólicas sirven para mantener las espadas en alto durante generaciones, para mantener las verdaderas rivalidades ocultas detrás de las ficticias, para “atravesar el tiempo” dejando pendientes de resolución los viejos conflictos.

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