El comité de redacción de la Costituciónn de los EEUU presentando su trabajo al Congreso. Cuadro de John Trumbull
Desde el principio se definen en esa zona dos áreas
claramente diferenciadas: al norte las colonias de Nueva Inglaterra y al sur las de Virginia y las carolinas,
separadas ambas por la colonia holandesa de Nueva
Amsterdam (1625). El perfil de los colonos del norte era muy distinto al de
los del sur. En las colonias septentrionales se refugian buena parte de los
disidentes religiosos británicos de orientación calvinista, los puritanos, cuyos elementos más
arquetípicos serían los “peregrinos”
del Mayflower, fundadores de la
colonia de Plymouth en 1620.
“En Nueva Inglaterra, la región nororiental de lo que
hoy es Estados Unidos, los puritanos ingleses establecieron varias colonias.
Estos colonizadores pensaban que la Iglesia de Inglaterra había adoptado
demasiadas prácticas del catolicismo, y llegaron a América huyendo de la
persecución en tierras inglesas y con la intención de fundar una colonia basada
en sus propios ideales religiosos. Un grupo de puritanos, conocidos como los
peregrinos, cruzaron el Atlántico en un barco llamado Mayflower y se
establecieron en Plymouth en 1620. Una colonia puritana mucho más grande se
estableció en el área de Boston en 1630. Para 1635, algunos colonizadores ya estaban
emigrando a la cercana Connecticut”.[1]
El fresco y húmedo clima de la zona, unido al perfil de las
poblaciones que se instalaron allí (pequeños campesinos y artesanos), que
acuden en grupos organizados, les dará a estas comunidades septentrionales un
estilo muy particular, que se ajusta muy bien a la denominación que recibe toda
esa región desde el principio: “Nueva
Inglaterra”. Es la Inglaterra más laboriosa trasladada al otro lado del
mar.
Al sur, en cambio, la colonización británica adquiere un aire
más aristocrático. Ese proceso está mucho más controlado por la corona, que
reparte grandes cantidades de tierras a determinados nobles y serán ellos los
que organicen y dirijan el proceso colonizador. Allí también acuden algunos
disidentes religiosos, pero en este caso católicos, junto a gran cantidad de
anglicanos. En esta zona la presencia blanca se diluye más. Su
estructura social se muestra, desde el principio, más jerarquizada que la de
Nueva Inglaterra. Posee un clima más cálido, que permite desarrollar cultivos
propios de áreas mediterráneas, como puede ser el algodón. Limitan, por el sur,
con la Florida española. Pronto empezará a florecer allí el comercio de
esclavos y a perfilarse una sociedad de castas que nos recuerda a otras que los
ingleses crearán o desarrollarán en otras zonas del mundo más adelante, como
las de la India, Sudáfrica, Palestina…
En 1664 la colonia holandesa de Nueva Ámsterdam, que separaba las dos áreas de colonización
británicas, pasará a manos inglesas y será rebautizada como Nueva York. Esa zona intermedia se
convertirá muy pronto en la bisagra que articula a las industriales colonias
del norte con las agrícolas del sur, dándole a este espacio de transición un
perfil más comercial. Es el punto de encuentro, el lugar más idóneo para que se
produzcan todo tipo de intercambios, también el refugio de los que huyen del
rigor de los puritanos del norte, lo que le da un sesgo más liberal. Alrededor
de Nueva York aparecen otros enclaves que comparten con ella su carácter de
bisagra y su aire más tolerante. Son las Colonias de Middle
(Pensilvania, Maryland, Nueva Jersey, Delaware). Cuando se produzca la
independencia se buscará en esa zona el lugar más idóneo para construir la
nueva capital: Washington, reforzando
así, desde el punto de vista político, el papel que ya venía desempeñando desde
el económico.
Las colonias británicas de la fachada atlántica
norteamericana servirán como válvula de escape de buena parte de las tensiones
sociales que tienen lugar en los cuatro reinos de la Unión (Inglaterra,
Escocia, Gales e Irlanda). Son esos colonos británicos -en sentido amplio- los
que le dan el carácter anglosajón a las 13 colonias fundadoras de los Estados
Unidos. Los que constituyen su poso más antiguo, la “madre” que actúa como
fermento en el “barril” que termina recibiendo aportaciones de otras muchas
procedencias étnicas.
Pero a lo largo del siglo XVIII las colonias de Norteamérica
se convierten en el lugar donde confluyen la mayor parte de los excedentes
demográficos que se producen en la vieja Europa y, poco a poco, se van
convirtiendo en la colonia, no ya de Inglaterra, sino de Europa entera (con la
notable excepción de los pueblos ibéricos, que cuentan con unos territorios
mucho más vastos aún donde proyectarse). Ésta muy pronto rivaliza en poder y en
potencia económica con los territorios españoles y portugueses del Nuevo Mundo.
En la década de los setenta de esa centuria se levantaron en armas contra su
metrópoli -con ayuda francesa y española- y después de una larga Guerra de
la Independencia se convirtieron en el primer país soberano de América, la
primera república constitucional del mundo, el primer experimento donde se
ensayaron las ideas de los ilustrados europeos, el primer lugar del planeta donde
la burguesía alcanza el poder, libre de rémoras aristocráticas...
La independencia de los Estados Unidos de Norteamérica
es una noticia histórica de primera magnitud. Cuando llegan a Europa su Declaración
de Derechos, su texto constitucional, su sistema de elección política,
actúa en ella como un revulsivo y será uno de los elementos desencadenantes de
la Revolución Francesa. Las dos revoluciones -la americana y la
francesa- marcarán el inicio de una nueva era. Representan el principio del fin
del Antiguo Régimen europeo, el punto de arranque de la Edad
Contemporánea.
Poca cosa podemos aportar nosotros que no se haya dicho ya
sobre la trascendencia de ese momento histórico. Sobre él se han escrito miles
de libros y se ha enfocado desde todos los ángulos de visión posibles. Pero
nosotros nos centraremos en la que viene siendo nuestra línea de trabajo desde
que iniciamos la serie de artículos sobre Dinámica
Histórica: los procesos sociales de largo alcance, las inercias
subyacentes.
Y centrándonos en ese aspecto constatamos que los Estados
Unidos de Norteamérica representan la avanzadilla de todos los pueblos de
la ecúmene europea -con la notable excepción de los españoles y los
portugueses- sobre el Nuevo Mundo. Son la vanguardia del “Imperio
Europeo”, de esa laxa confederación informal de pueblos de la que vengo
hablando hace tiempo. Los Estados Unidos no son ninguna colonia. No son un país
sometido. Son Europa. Son la Nueva Europa. Su vanguardia sobre un
territorio “vacío” (luego matizaré ese concepto de “vacío”). Son la Torre de
marfil europea (de la que hablé hace tiempo)[3]
proyectándose sobre un espacio nuevo.
Ya Hegel, contemporáneo de los primeros presidentes de los
Estados Unidos, se dio cuenta del duelo de titanes que se avecinaba en el
continente americano entre anglos e hispanos, del choque cultural que se preparaba en el horizonte y
que él presumía que ganarían los anglosajones lógicamente. Como dijo el rey Pirro, cuando se retiró
de Sicilia en 276 A.C.: “¡Qué buena arena de combate dejamos
aquí para romanos y cartagineses!”
(intuyendo la Primera Guerra Púnica -264-241 A.C.- que ya se presentía),
podemos parafrasearlo poniéndonos en el lugar de todos los dirigentes de los
imperios ultramarinos europeos en América cuando se vieron obligados a
retirarse: “¡Qué buena arena de combate dejamos aquí para anglos e
hispanos!”. La arena a la que nos referimos en este caso es cultural, por supuesto.
A continuación les
recordaré una nota al pie que puse en mi artículo “El despliegue continental” (28/12/2012):
“El número total de blancos, en el conjunto del
Virreinato de la Nueva España, era de 63.000 en 1570, 600.000 en 1759 (240 años
después de la llegada de Cortés a México) y de un millón en 1800. Se estima que
la población indígena era de unos 10 millones de habitantes en el siglo XVI, 8
en el XVII, 7 en el XVIII y 3,5 en el XIX. Los mestizos, por su parte son 1,5
millones a principios del siglo XIX. Los negros nunca sobrepasaron la cifra de
20.000. En 1800 la población de la España peninsular era superior a la
población total de este virreinato y no demasiado inferior a la suma de todos
los habitantes de los virreinatos americanos del Imperio español.
Como comparación diremos que la población de
las trece colonias inglesas que terminarían dando origen a los Estados Unidos
de Norteamérica tenían 210.000 habitantes en 1690 y 2.121.376 habitantes en
1770 -de los cuales 1.664.279 eran de raza blanca (78,5 %) y 457.097 de raza
negra (21,5 %) y esclavos en su inmensa mayoría. (http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/1637.htm
26/1/2009)-. Detrás de la poderosa expansión demográfica de este país no sólo
se encuentran los disidentes religiosos ingleses de los siglos XVII y XVIII,
sino buena parte de los excedentes de población de todo el continente europeo,
así como gran cantidad de negros africanos obligados a cruzar el Atlántico y a
trabajar para los aristócratas blancos instalados en los territorios más
meridionales de aquellas colonias. Podemos decir que tenían a todo un
continente detrás. Esta potencia expansiva imprimió un ritmo vertiginoso a los
procesos históricos que tuvieron lugar en Norteamérica, creando una sociedad
con un “tempo histórico” más acelerado.”[5]
A la
altura de 1800 (también de 1850 o, incluso, de 1900) estaba claro que la propia
dinámica demográfica jugaba a favor de los anglosajones. Cualquier análisis
histórico que se hiciera a lo largo del
siglo XIX (y -si me apuran- anterior incluso a 1960) dibujaba un futuro
esplendoroso para los pueblos anglos y parecía condenar a los hispanos a una
absorción cultural progresiva por parte de sus vecinos del norte.
Dije más arriba
que los Estados Unidos son la vanguardia de los europeos en el Nuevo
Mundo. Por tanto tienen a todo un continente detrás que, desde el siglo
XVII, no ha parado de enviar hacia allí a una parte significativa de sus
excedentes demográficos. También que esa vanguardia se extendió por una
tierra vacía. Esto, obviamente, no es verdad si lo tomamos en sentido literal.
Estaban los indios, claro. Pero los indios de las praderas del Norteamérica no
eran rival para el alud demográfico que se les vino encima. Eran incapaces de frenar a unos colonos que
avanzaban por millones y que estaban ya en la Era Industrial. Los
norteamericanos eran abrumadoramente superiores a los indígenas tanto desde el
punto de vista demográfico como desde el tecnológico y, por supuesto, desde el
cultural. Sus adversarios no tenían ninguna opción. Las tribus más guerreras y
mejor organizadas lo único que pudieron hacer fue retrasar el avance blanco en
sus tierras unos pocos años. No era posible otra cosa.
La
expansión de los blancos por las praderas norteamericanas es una colonización masiva. Con sus herramientas y sus armas
limpiaban el territorio de maleza, alimañas e indígenas, para poder después
dedicarlo a la agricultura y la ganadería. El peligro que estos últimos
representaban para los colonos podía ser afrontado con frecuencia por las
comunidades rurales de cierta consistencia, aunque de vez en cuando hubiera que
echar mano del ejército. En las más grandes batallas libradas por el ejército
norteamericano contra los indios participaron unos pocos centenares de hombres.
Nada que ver con los miles de combatientes de la batallas de una guerra de verdad.
Por tanto, hubo un
proceso colonizador masivo en las praderas de Norteamérica, protagonizado por
millones de individuos que acudían en masa desde la vieja Europa, sosteniendo
así ese poderoso impulso de penetración hacia el oeste. Había una vinculación
objetiva entre los procesos sociales e históricos que estaban teniendo lugar a
ambos lados del Atlántico y, si bien es cierto que en el siglo XIX europeo tuvo
lugar una explosión demográfica que alimentó tanto ese como otros procesos
migratorios intercontinentales, impulso que se mantendrá durante la primera
mitad del siglo XX, también es cierto que a partir de las guerras napoleónicas
y de la ulterior aparición de los diversos movimientos nacionalistas que
proliferaron por la Europa central y oriental comienza a debilitarse -en
principio sólo en el ámbito político- ese impulso expansivo de los pueblos
europeos. Como recordarán, hace varias semanas dijimos:
“Cuando el volcán alemán empieza a rugir, los imperios
coloniales europeos están ya en su segunda fase de desarrollo. Prácticamente en
su cénit, puesto que los europeos han alcanzado ya los confines de La Tierra y
están derribando las últimas fronteras. Alemania llega a tiempo para el último
reparto, el de África, en la Conferencia de Berlín (1875). Pero el problema,
para el resto de potencias europeas, no está en las posibles aspiraciones
alemanas en ultramar, algo relativamente fácil de satisfacer (hubo trozos de
tarta hasta para Bélgica, Italia, España o Portugal ¿Cómo no iba a haberla para
Alemania? El problema está en sus aspiraciones europeas. Lo que preocupa no es
el imperio eurífugo sino el eurípeto. Al aparecer un nuevo imperio en el
corazón de Europa, a retaguardia de todos los demás, está obligando a estos a
darse la vuelta para cubrir ese nuevo frente, que queda a muy poca distancia de
sus respectivas metrópolis, que pone en peligro el núcleo duro de todos ellos.
Eso significa replegar poderosos efectivos militares y recursos de todo tipo
desde la periferia hacia el centro. Y como consecuencia indirecta hace aparecer
nuevos imperios lejos de Europa, que empiezan a preparar el relevo estratégico
de los europeos por todo el planeta. Es el momento de Estados Unidos, pero
también de Japón. Incluso el comienzo de la recuperación china (un estado de
dimensiones continentales, que necesita un tiempo considerable para ponerse en
pie, pero que es capaz de desplegar, una vez que lo haga, una potencia superior
a todos los demás). Los vientos dejan de soplar desde Europa hacia afuera para
hacerlo a la inversa. Se está preparando la implosión europea.”[6]
Hace dos artículos ya apuntamos como la rápida expansión norteamericana
por las tierras de la Luisiana española fue posible gracias a la complicidad
francesa, que la propició para crearle frentes alternativos en América a sus
adversarios españoles y británicos[7], en una especie de reparto de zonas de
influencia: América para los Estados Unidos y Europa para Francia.
Política que sería públicamente explicitada (en su vertiente americana) en 1823
por el presidente James Monroe a través de su frase más famosa,
núcleo de la doctrina homónima: “América para los americanos”, que en realidad significa “América para los norteamericanos”. Ese
reparto de influencias que, a corto y medio plazo, significaba para los EEUU
una poderosa expansión demográfica y política hacia el oeste también representó
el origen remoto del agotamiento de ese impulso, porque abrió la Era de las
grandes guerras europeas, que terminarán agotándola y ensimismándola en sus propios
problemas.
Las guerras fratricidas del siglo XX europeo van sentando
las condiciones para el desarrollo de los movimientos que empujan en la
dirección de frenar el crecimiento demográfico. Todo esto forma parte del
complejo heterogéneo de fuerzas que acompañan a la implosión europea y
que pretende trasmitir esa tendencia al resto de la humanidad.
Los neoeuropeos norteamericanos, avanzando en sentido
este-oeste por las praderas de su vasto territorio, no hacen más que reproducir
un patrón muy antiguo, que es el de los imperios horizontales típicos del Viejo
Mundo[8].
Desde el punto de vista estructural presentan pocas novedades. Aunque al
principio hablé de la existencia de dos áreas claramente diferenciadas en las
colonias originales, lo que nos lleva al modelo de capas anglosajón. Conforme
esas dos capas (la de Nueva Inglaterra y la virginiana) se expanden hacia el
oeste se van fusionando en la frontera occidental.
Recapitulemos:
Vemos como en Norteamérica avanzan varios millones de hombres por un espacio
prácticamente vacío, durante un espacio de tiempo que no va más allá de las
cuatro o cinco generaciones, antes de alcanzar sus límites occidentales (El
Océano Pacífico). Es un proceso que tiene muchos puntos en común con la
“Reconquista española” medieval. Pero lo que en Estados Unidos dura un siglo en
España dura ocho. El territorio norteamericano tiene 10 millones de km2
y la Península Ibérica 600.000. Los norteamericanos tienen pueblos neolíticos
enfrente y poseen una abrumadora superioridad demográfica, tecnológica y
cultural, mientras que los cristianos medievales españoles, por el contrario,
parten desde una posición claramente inferior desde el principio en esas tres
facetas y tienen que ir paulatinamente remontándolas. Los españoles sufren cinco
grandes ofensivas (la del 711 y las de los amiríes, almorávides, almohades y
benimerines) mientras que los norteamericanos no saben lo que es una invasión
de fuerzas extranjeras en su propio territorio.
Después de soportar 800 años de oleadas invasoras, de sufrir
en cada una de ellas un importante destrozo en su estructura social, los
españoles aprendieron a reconstruir
sus líneas desde atrás ante cada nueva embestida de sus adversarios, a “encastillarse” (de ahí el nombre de Castilla) detrás de las
sólidas murallas de piedra de sus ciudades y a resistir el paso de los
“huracanes” islamistas, para ponerse a hostigar a sus enemigos cuando empiezan
a mostrar los primeros signos de debilidad con objeto de ir tomándoles el pulso
para lanzar el contraataque en cuando desfallezcan.
Así, jugando al contraataque, fueron desarrollando un tipo
de guerra muy particular, muy española: difusa, descentralizada, muy
democrática en el sentido de que participan en ella amplias capas de la
población, que encuentran en el combate vías de ascenso social. Es un pueblo
con una moral colectiva muy sólida, dotado de una red familiar dispuesta a
recuperar a cualquier individuo que posea alguna afinidad con ella (ya hablé otro día de los sistemas de
filiación ibéricos[9]),
una sociedad correosa, que utiliza como nadie las técnicas de desgaste del
adversario. Es el pueblo que inventó la guerra de guerrillas.
El avance de los cristianos por la Península Ibérica fue un
proceso de acumulación de fuerzas. El de los españoles en América la
continuación de ese impulso medieval. Es un crecimiento vegetativo, endógeno,
de replicación biológica. Tiene su propio ritmo que no viene marcado por
sucesos ajenos. Los 63.000 blancos que había en la Nueva España en 1570 eran
600.000 en 1759 (casi 200 años después). Seguían siendo pocos, pero se habían
multiplicado por diez en 200 años, pero en fase de Antiguo Régimen
demográfico. Durante ese tiempo habían estado recibiendo refuerzos
peninsulares, pero eso era una lluvia fina que aportaba unas decenas de miles de
habitantes en cada generación y no provocaba cambios significativos en el
tejido social.
Una parte importante de los 600.000 de 1759 descendían de
los 63.000 de 1570. ¿Cuántos de los 2,1 millones de norteamericanos de 1770
descendían de los 210.000 de 1690? ¿Cuántos de los 300 millones actuales
descienden de esos 2,1 de 1770? Durante varios siglos los anglos se supone que
han tenido un crecimiento demográfico espectacular, muy superior al de los
hispanos. En realidad lo que han hecho ha sido redistribuir los excedentes
demográficos europeos por toda la geografía de su país. Por el camino se han
ido transmutando, han ido reduciendo su identidad colectiva al mínimo común
denominador compartido de todos los pueblos que han alimentado sus flujos
migratorios. Han mantenido la lengua como uno de esos elementos que los unen
porque las de los inmigrantes eran muy diversas y porque cada uno de esos
grupos étnicos se ha diluido por todo el territorio norteamericano. El inglés
era la lingua franca que todos tenían
que aprender para entenderse con los otros y como al final buena parte de esos
inmigrantes se casaban con personas de una procedencia étnica distinta de la
suya, dejaban de hablar su lengua materna en su familia de destino. Esa es la
manera de construir un pueblo compuesto por personas que van distanciándose
rápidamente de sus raíces culturales, rodeados por otras personas que han
tenido que hacer lo mismo y que han perdido referentes, refranes, gestos,
cuentos, leyendas, sabores, sagas familiares… Han
simplificado su universo cultural, que cede así protagonismo ante los elementos más materiales de su existencia.
El mundo anglosajón se extendió por América de esa manera. A
eso le llamaron “melting pot”. Poco a
poco, conforme fue avanzando el siglo XX, el impulso migratorio europeo se fue
secando y fue siendo reemplazado por el de pueblos de otras procedencias
geográficas: asiáticos e iberoamericanos fundamentalmente. Los primeros vienen
de países más lejanos tanto desde el punto de vista geográfico como desde el
cultural, y entre ellos también hay grandes diferencias. Pero los
iberoamericanos son sus vecinos del sur desde hace siglos.
Estados Unidos, que mezcló en el pasado a europeos de
distintas procedencias y ahora ha
incorporado a esa mezcla a personas de todos los continentes y de todas las
razas, está creando de facto un mundo mestizo. Pese a la primigenia repugnancia
anglosajona a toda mezcla racial, las realidades sociales se van abriendo paso
por razones objetivas. En esa nueva mezcla los hispanos no paran de ganar peso
específico. Y éstos, a diferencia de los anglos, hace siglos que hicieron del
mestizaje una de señas de identidad. Es su medio natural. Poseen las categorías
mentales precisas en su universo cultural para gestionar adecuadamente esa
mezcla. Mestizaje e Hispanidad son dos conceptos íntimamente relacionados.
Los anglos, en su expansión hacia el oeste van diluyendo los
límites de su identidad, van hibridándose con otros pueblos cada vez más. En su
avance han perdido una parte significativa de sus marcadores de etnicidad
primigenios y se han ido encontrando con masas de hispanos que empujan desde el
suroeste fundamentalmente y que se mueven como pez en el agua en ese nuevo
universo mestizo, que conserva mucho más vivos sus propios referentes
culturales. Que tienen además una lengua propia que cuenta con casi tantos
hablantes como el inglés.
Es obvio que está naciendo un nuevo mundo en las grandes
llanuras de Norteamérica y que el español y el inglés están librando un duelo
de gigantes que tiene por delante un largo recorrido. La lucha hoy se presenta
bastante abierta. Pero hace 70 años no estaba ni planteada siquiera. Por tanto,
el proceso tiene una direccionalidad muy clara.
Detrás de cada lengua hay todo un mundo de conceptos, una
filosofía de vida que se expresa a su través, unos valores culturales. Anglos e
hispanos han sido históricamente la vanguardia occidental de los pueblos
europeos. Los diferencia su ritmo vital, su
“tempo” cultural. El de los hispanos es mucho más lento, tiene un complejo
sistema de despliegue y tiene detrás el bagaje histórico que le aporta su gran
invento cultural: La transversalidad.
Ante nosotros se acaba de
levantar el telón y vamos a contemplar un duelo en el que se está jugando el
modelo de sociedad que va a regir en el futuro en la mitad occidental del
Planeta Tierra. Prepárese porque la función será larga.
[3] “La Torre de marfil
europea”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/05/la-torre-de-marfil-europea.html
[4] JULIÁN MARÍAS. 2002. España Inteligible. Madrid. Alianza
Editorial.
[5]“El despliegue
continental”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/12/el-despliegue-continental.html
[6] “La implosión
europea”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2013/03/la-implosion-europea.html
[7]“Un momento crítico: http://polobrazo.blogspot.com.es/2013/05/un-momento-critico_3590.html
[8]“El Imperio
Transversal”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/06/el-imperio-transversal.html
[9] “Familias frente a
clanes”:http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/08/familias-frente-clanes.html
muy interesante te felicito buenísimo tu comentarios
ResponderEliminarMuchas gracias por tu aliento. Saludos.
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