domingo, 6 de julio de 2014

La religión del imperio

Arco de Constantino. Roma (all-free-photos)

En el artículo anterior[1] estuvimos viendo cómo el proceso de institucionalización del cristianismo en el Bajo Imperio Romano significó un cambio global en la ética colectiva que regía a su sociedad, pero también representó una transformación importante del discurso de los cristianos, que se alejó significativamente de su mensaje evangélico original para asumir su nuevo rol de religión oficial del estado. La religión de los esclavos fue abrazada por buena parte de los segmentos más poderosos del establishment romano sin que ello significara, por su parte, la más mínima renuncia a los bienes materiales que disfrutaban ni produjera una redistribución en el reparto de la riqueza.

En el cristianismo post-constantiniano confluyeron varias tradiciones ideológicas previas diferentes que evolucionaban -por separado- hacia el monoteísmo: El mitraísmo, el estoicismo y la propia tradición judeo-cristiana. Y el resultado final fue lo que llamamos “la religión pactada”. Una solución de compromiso entre todas esas diferentes facciones preexistentes que se reagruparon alrededor de la figura eminente de Constantino el Grande.

En dicha reagrupación los cristianos genuinos eran los que, paradójicamente, habían evolucionado menos hacia el monoteísmo. Y, desde luego, el carro que tiraba con más fuerza en esa dirección era el propio emperador, que se había empeñado a fondo en una operación de rediseño de la nueva religión del estado que sirviera a las necesidades de la estructura imperial de éste, proyectando sobre el cielo las realidades sociales de la tierra.

Conforme se fortalecía la figura del emperador, también lo hacía la del Dios padre omnipotente, la del principio de autoridad, la del gobernante universal que ordena y manda, el principio de todo, el alfa y el omega, el dios guerrero del Antiguo Testamento: «Cantad al señor un cántico nuevo porque ha hecho maravillas. Su diestra le ha dado la victoria».

En ese proceso de fortalecimiento del Dios padre poderoso, señor absoluto de todas las cosas, el crucificado se convierte en una rémora, cada vez desentona más. La humildad evangélica no casa, en absoluto, con las necesidades ideológicas del nuevo tiempo:

“Ahora que al obispo de Roma se le había dado el palacio de Letrán, incluso a Cristo se le podía ver luciendo ricas vestiduras y viviendo en «casas de reyes».” […] “Tarde o temprano a los que viven en palacios se les acaba llamando «príncipes de la Iglesia» y la gente les rinde homenaje a la manera de los «reyes de las naciones». ¿Por qué? Porque el modelo no es cristiano sino imperial. Cuando recordamos la humillación de Jesús por parte de los soldados de las autoridades, resulta incomprensible que sus seguidores llevaran coronas simbólicas y se adornasen con los colores reales. Sería incomprensible si no fuera porque la Iglesia, en su calidad de brazo religioso del Estado reproducía ahora los símbolos de la autoridad del propio Estado.”[2]

La Iglesia, como vemos, había sido fagocitada por el estado y se había puesto a su servicio. A partir de ese momento el dogma religioso se adapta a su nueva función de reforzar el statu quo del modelo social preexistente. Esta situación le da al emperador un margen de maniobra formidable, mucho mayor que el que pudo tener ninguno de sus predecesores, que veían su poder “temporal” limitado por las tradiciones religiosas -o ideológicas, en un sentido más amplio- de la sociedad en la que vivían. Pero Constantino tuvo el privilegio de diseñar -él personalmente- una nueva tradición, que adaptó a sus propias necesidades. Eso lo convirtió en el emperador más poderoso de todos los que gobernaron desde Roma o desde Constantinopla (ciudad que, por cierto, lleva su nombre). Constantino es a Roma lo que Akenatón fue a Egipto, con la diferencia de que las reformas religiosas introducidas por éste murieron con él y las que el romano desarrolló están vivas todavía y han regido las vidas de miles de millones de personas desde entonces. Constantino es el gran triunfador:

“En virtud del gran cambio, lo que se dice de Constantino informa ahora lo que se dice de Cristo. Cristo permanece en el centro del cristianismo, pero los valores del Jesús histórico son sustituidos ahora por los de Constantino. En ninguna parte se ve esto con mayor claridad que en el arte bizantino, en el cual se presenta a Cristo sentado en un cielo que se parece sospechosamente a la corte de Constantino en Bizancio [o, mejor, en Constantinopla, es decir, en la ciudad de Constantino]. Por lo tanto, en el presente capítulo tenemos que examinar el proceso por medio del cual Constantino transformó el cristianismo en su propio culto imperial.”[3]

Y claro, dentro de ese culto imperial, la humildad del crucificado adquiere un carácter subversivo que amenaza la integridad del modelo. Su apuesta por los pobres y los desposeídos debe ser neutralizada ideológicamente, y de eso se encargarán los nuevos funcionarios eclesiásticos, que ofician ahora como sacerdotes y, también, echan una mano los miembros de las antiguas religiones mistéricas -como el mitraísmo- que aportan su experiencia en ese campo.

Y se inventan el “Misterio” de la Santísima Trinidad (tres personas distintas y un sólo Dios verdadero), que convierte al crucificado en un avatar del Dios Padre omnipotente. Al final resulta que el que renunció a todos los bienes materiales y le dijo a sus discípulos que dejaran cuanto tenían y lo siguiesen sólo estaba representando un papel, según los predicadores de la nueva religión constantiniana. Hay que abandonarlo todo... durante un tiempo. Después marcharemos a la casa del padre, que es algo así como el “emperador del cielo” y nos sentaremos a su mesa. Nuestra fe ya no sirve para cambiar la forma en la que nos relacionamos con nuestros hermanos sino que, simplemente, nos ayuda a sobrellevar las penurias de la tierra con la esperanza de las compensaciones futuras que recibiremos en el cielo. Se ha desactivado el potencial revolucionario del mensaje evangélico.

Cuando los dogmas de la nueva religión mistérica se van difundiendo por todo el Imperio, el debate ideológico entra en ebullición por todas las asambleas de los fieles. En Egipto, un presbítero llamado Arrio (256-336), articula una respuesta que cuenta con un amplio consenso. Y el arrianismo se extiende con rapidez por todo el Oriente. Lo que hace Arrio es concretar la réplica a las propuestas mistéricas que vienen desde Roma, utilizando argumentos procedentes de la tradición del cristianismo primitivo y que habían utilizado otros autores anteriores, como Pablo de Samosata, TertulianoJustino Mártir, Orígenes, etc. en la que viene a decir que Cristo es un ser excepcional, un enviado de Dios... pero que no es Dios. Es una de las muchas criaturas, todo lo especial que se quiera, que forman parte de la obra del creador.

Cristo, para desempeñar su función de mensajero de la divinidad, no necesita prescindir de su condición humana. Es un caso semejante al de los profetas del Antiguo Testamento. La divinización de Cristo no casa ni con la tradición del cristianismo primitivo ni, en un sentido más amplio, con la judeo-cristiana. Sí forma parte, en cambio, de la lógica imperial de los césares, que venían intentando divinizarse a sí mismos desde el siglo I. Y ésta lógica imperial (no cristiana), se concreta a través del enunciado del “Misterio” de la Santísima Trinidad (que utiliza argumentos propios de las religiones mistéricas, ajenas –igualmente- al cristianismo).

El arrianismo prende en las regiones más cultas y populosas de la periferia imperial, aquellas en las que la influencia ideológica del emperador y sus adláteres es menor y dónde pesa más la tradición cristiana primitiva en la que el Cristo histórico, el que conocieron en Judea los discípulos que compartieron con él el pan y escucharon su palabra, está en el centro del mensaje cristiano y su humilde existencia lo convirtió en un referente para los que no tenían nada más que su fe.

“A partir de Alejandro Magno existió una tradición de culto imperial en la cual el emperador era divino. A pocos emperadores les interesaba ser divinos. Lo importante para ellos era si a su política se le podía conferir la categoría de divina, es decir, si podía reclamar una fuerza absoluta. Éste es el propósito que subyace en el culto imperial; [...] Constantino pudo alcanzar su objetivo. Por medio del gran cambio, su política pasó a ser considerada la voluntad del logos. [...] cuando Constantino reconstruyó el culto imperial, en virtud del cual la sabiduría del mundo y la ambición de un solo hombre recibieron el estatuto absoluto de ley divina, ¡la Iglesia proclamó, de hecho, que este culto era el cristianismo!
[... El cristianismo] se transformó en la religión del Estado. De hecho, fue el comienzo de la historia del cristianismo tal como lo conocemos. Estableció las nuevas normas para interpretar el cristianismo. Lo que fue de peor agüero: proporcionó la perspectiva desde la cual se interpreta ahora la forma anterior del cristianismo.”[4]

El mecanismo ideológico desarrollado resultó demasiado sutil para buena parte de los fieles: Se inventaron un “misterio” (los misterios, por definición, no se pueden comprender, superan la capacidad de entendimiento del ser humano, como nos vendría a decir San Agustín, el obispo de Hipona), según el cual el enviado del Padre era el Padre mismo, que se presentaba con un avatar creado ex profeso para poder conectar con las clases más humildes de la sociedad. El Cristo histórico dijo: “el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará.”[5] ¿Se imaginan una sociedad cristiana, que crea de verdad ese mensaje y lo aplique? La sociedad de clases saltaría por los aires. Había que desactivar esa peligrosa bomba de relojería.

“La historia de la Iglesia hasta el siglo IV fue una historia de persecución fortuita y a menudo intensa. Siempre que el emperador o las tradiciones del imperio parecieran amenazadas, se levantaba la veda y se perseguía a los cristianos. Y a pesar de ello, esta minoría pequeña, insignificante, débil e indefensa no sólo sobrevivió, sino que creció. El aforismo de Tertuliano es tan aterrador como memorable: «Nos multiplicamos cada vez que somos segados por vosotros; la sangre de los cristianos es semilla».”[6]

A la altura del siglo IV era evidente que la represión contra los cristianos no paraba de cosechar un fracaso detrás de otro. Se imponía un cambio de táctica. Se necesitaba una mente superior que se pusiera al frente y parara, desde dentro, aquél alud antes de que sepultara el viejo orden social.

El enviado de Dios es Dios. La Iglesia es su mensajera, y el emperador de la tierra (el portador del lábaro sagrado) su brazo armado. Si el crucificado fue un avatar del “emperador del cielo” y volvió a su naturaleza divina después de su muerte terrenal, entonces nuestra vida presente es un avatar de la verdadera vida, que disfrutaremos después de nuestra propia muerte.

Nada tenemos que hacer en la tierra pues, más que sobrellevar las penurias que nos encontremos en ella, pues son una prueba a la que nos somete el altísimo para purificarnos y prepararnos espiritualmente para aceptar el orden que nos encontraremos en el cielo. La religión que debía liberar a los hombres con la instauración de un nuevo orden social basado en el respeto hacia nuestro prójimo (“no le hagáis a los demás lo que no queráis que os hagan a vosotros”) y en la paz (“el que a hierro mata, a hierro muere”) se transforma así en la de la sumisión al orden establecido, que acepta la perpetuación de las injusticias terrenales para ganarnos, a través del sufrimiento, el derecho a vivir en la Jerusalén celeste.

¿Qué fue del Cristo que expulsó a los mercaderes del templo? ¿Qué fue de aquellos cristianos militantes contra la injusticia que no dudaron en poner su vida al servicio de sus hermanos más necesitados, de los enfermos y los marginados de la sociedad? ¿Cómo fue posible transformar en unas pocas generaciones a la religión más subversiva de cuántas habían existido en una de las más conservadoras?

En el año 325 se celebrará el Concilio de Nicea, dónde se estableció como dogma la naturaleza divina de Cristo, que condujo –poco después- al establecimiento del “Misterio” de la Santísima Trinidad y se condenó como herejes a los seguidores de Arrio, es decir, a los defensores de la condición humana de Cristo. Un concilio que estuvo presidido por el mismísimo emperador, pese a que aún no se había bautizado y seguía siendo, por tanto, formalmente pagano.

La resistencia contra la nueva religión imperial continuará (aún durará siglos). Los arrianos serán expulsados de la Iglesia y volverá de nuevo a perseguirse a los hombres por motivos religiosos. Pero ahora los perseguidores se esconden detrás de la Cruz de Cristo y del Lábaro sagrado de Constantino.





[1] “La religión pactada”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2014/05/la-religion-pactada.html
[2] ALISTAIR KEE: Constantino contra Cristo. Ediciones Martínez Roca. Barcelona. 1990. p 186.
[3] Ibíd. p. 175.
[4] Ibíd. pp. 181-182.
[5] San Marcos. 8:35.
[6] Ibíd. p. 177.

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